En los últimos días no dejan de aparecer comentarios e informaciones relacionadas con las reacciones adversas de las vacunas contra el coronavirus, el peligro de la administración de material genético del virus, sus potenciales efectos perjudiciales a largo plazo, y un largo etcétera de mensajes de todo tipo, no todos ellos con demasiados fundamentos científicos. Los típicos efectos adversos, entre los que se pueden incluir dolor local, mareo, cefaleas, malestar, etc, ya han sido descritos en los ensayos clínicos, por cierto, con baja repercusión, y ninguno se sale de los efectos descritos en cualquier medicamento o vacuna. Sin embargo, posiblemente la reacción adversa con más consistencia científica, sea la producida como consecuencia de una reacción alérgica. Y digo la que tiene más fundamento, no por frecuente o relacionada con el virus, sino porque, a día de hoy, es la que más explicación científica tiene.
Las vacunas de Pfizer y Moderna consisten en cadenas de RNA mensajero del virus, que forma parte de la sustancia activa de la vacuna, encerradas en una diminuta cápsula de naturaleza lipídica (nanopartícula lipídica). Esta nanopartícula confiere al RNA cierta protección a la degradación, facilita su transporte y estimula la activación de la respuesta inmunológica. Las nanopartículas lipídicas de las dos compañías difieren levemente en la composición, pero básicamente, ambas están formadas por lípidos inactivos sintéticos. Ambas vacunas tienen en común dos compuestos, el polietilenglicol y el colesterol. Además, las dos contienen sacarosa y solución salina que le confiere un carácter líquido, imprescindible para la administración. La vacuna de Oxford tiene una naturaleza levemente diferente, basada en partículas víricas, y entre sus excipientes contiene polisorbato-80, un compuesto estabilizante que se usa en la mayoría de otras vacunas.
Son precisamente el polietilenglicol y el polisorbato-80 los dos compuestos que pueden ser responsables de las reacciones adversas alérgicas a las vacunas, y no aquellos compuestos relacionados con el virus (partículas o el RNA). El polietilenglicol y diferentes tipos de polisorbatos se usan en la fabricación de lociones, cremas y de otros numerosos medicamentos disponibles para muchas enfermedades. Su capacidad de producir reacciones en pacientes alérgicos está claramente demostrada, aunque la prevalencia es realmente baja. Estudios previos han confirmado cómo ambos compuestos son capaces de producir respuesta inmunitaria no relacionada con la respuesta alérgica (IgG e IgM), pero es precisamente en los pacientes alérgicos a estos compuestos, donde se ha detectado IgE específica frente a ellos (respuesta alérgica).
El polietilenglicol y LOS polisorbatoS son los únicos excipientes que hasta el momento se han identificado como potenciales agentes alergénicos presentes en las vacunas frente al coronavirus. los pacientes alérgicos a estas sustancias, o a otras que formen parte de la composición de la vacuna, deberíaN evitar la vacunación.
Estos resultados son realmente importantes porque, por un lado ponen de manifiesto que pacientes no alérgicos no tienen por qué experimentar este tipo de reacciones, pero además, evidencian que no cualquier paciente alérgico, o los pacientes con alergias graves cómo las alimentarias o a venenos, deben evitar la vacunación frente al coronavirus. Únicamente los pacientes diagnosticados por sufrir reacciones alérgicas mediadas por polietilenglicol, polisorbatos u otros componentes que formen parte de los excipientes de las vacunas, deberían evitar la vacunación.
La crisis sanitaria del coronavirus ha obligado a que la mayoría de las compañías de todos los sectores hayan tenido que readaptarse y trabajar de una forma diferente, y han tenido que introducir procesos innovadores y eficientes.
Dejando ahora a un lado la readaptación en lo relativo a medidas de recursos humanos, procesos o distribución, las farmacéuticas no han sido una excepción a la hora de reajustar e innovar en sus pipelines. Biofarmacéuticas especializadas en vacunología, inmunología o en microbiología reorganizaron radicalmente sus planes operativos anuales y abrieron líneas para trabajar en vacunas, tratamientos o diagnósticos contra el COVID-19. En pocas semanas pusieron en marcha plataformas que tenían en investigación o en desarrollo y empezaron a generar resultados. Otras muchas, no especializadas en estos sectores se lanzaron a investigar en candidatos vacunales poco desarrollados hasta el momento (RNA, nasales, diseñadas por inteligencia artifical, etc) o alternativas de tratamientos. No es de extrañar que apenas unas semanas después de declararse la pandemia, existieran más de 200 candidatos de vacunas, decenas de compañías montando plataformas diagnósticas y otras tantas investigando en alternativas de protección o tratamiento. Incluso algunas tiraron de productos antiguos o con otras aplicaciones y los pusieron en la batería de estudio para investigar su posible efecto en el coronavirus. Todo esto supone una idea clara de la capacidad de adaptación e innovación que conserva la industria farmacéutica y no es de extrañar que algunas de ellas alcanzaran máximos históricos en Bolsa durante el primer semestre del año. Sin embargo, muchas otras no han necesitado modificar su estrategia ni su portfolio, y han continuado con sus líneas de investigación y sus procesos. Y esto no significa ausencia de innovación, sino que han dirigido sus esfuerzos a innovar en procesos que les permitieran seguir dando servicio.
Biofarmacéuticas especializadas en vacunología, inmunología o en microbiología reorganizaron radicalmente sus planes operativos anuales y abrieron líneas para trabajar en vacunas, tratamientos o diagnósticos contra el COVID-19.
Otras muchas, no especializadas en estos sectores se lanzaron a investigar en candidatos vacunales poco desarrollados hasta el momento.
Al igual hace 500 años cuando la primera expedición española que dio la primera vuelta al mundo abrió nuevas rutas para el futuro de la humanidad, la crisis sanitaria y su efecto han abierto también nuevas vías hacia la innovación y la diferenciación. Se ha puesto de manifiesto que existen otras formas de trabajar y que sobretodo, se pueden y deben modificar conceptos como tiempo de lanzamiento al mercado o millonarias inversiones. Lo que hasta hace unos meses suponía inversiones sin fondo, con plazos de 12 a 15 años de trabajo, autorizaciones o estudios interminables, negociaciones con agencias, etc, hoy se ha demostrado que este sistema era enormemente ineficaz. Y lo más importante, parece que puede hacerse de una forma mucho más racional. Se abre una nueva era en la que tendremos que sentarnos alrededor de una mesa a valorar todo esto.
La pandemia también ha modificado los sistemas relacionales entre la industria y los profesionales de la salud y las relaciones con el paciente. El número de eventos científicos, conferencias y congresos cancelados o postpuestos a nivel mundial, ha sido innumerable. En otras ocasiones la opción virtual se ha impuesto. Los congresos presenciales de miles de personas se han realizado con formatos no vistos hasta el momento, y la discusión y el intercambio de conocimientos y opiniones se ha mantenido. Un formato que también nos hará repensar cómo pueden ser estos eventos en el futuro. Seguro que la parte virtual ha venido a quedarse. Respecto a las relaciones con pacientes, las farmacéuticas han comprendido la necesidad de trabajar aún más con herramientas digitales e integradas, de manera que se garantice el inicio y seguimiento de los tratamientos y se pueda gestionar la monitorización de los pacientes y el progreso del tratamiento.
Los ensayos clínicos y las investigaciones de primera línea también se han visto alteradas. Ahora nos enfrentamos a analizar cómo se corrigen las desviaciones o retrasos que la pandemia ha producido en este campo. Se estima que más del 55% de los ensayos clínicos que estaban en marcha antes de la pandemia se han detenido o ralentizado, que ha habido importantes retrasos en el reclutamiento de pacientes y que muchos de ellos han tenido que abandonar los tratamientos.
Evidentemente el trabajo y los trabajadores de la industria farmacéutica también han cambiado sus hábitos. Un tercio de los trabajadores afirma que se puede trabajar diferente a como lo hacía antes y muchos han sido capaces de trabajar con más herramientas virtuales e identificado nuevas vías de relación con clientes, de formación o de contactos con sus colegas. Queda pendiente cómo se podrá gestionar la investigación a distancia.
Y si en el mundo de la innovación, el negocio y la regulación, es evidente que tenemos que seguir trabajando, la pandemia también nos ha mostrado la importancia de los departamentos de investigación y desarrollo como pilar básico de la industria biofarmacéutica. Se han abierto debates acerca de cómo debe hacerse una política eficiente de financiación de la I+D, se ha puesto en contexto la necesidad de trabajar en prevención y en enfermedades emergentes y se ha consolidado la necesidad de establecer consorcios de trabajo donde cada uno aporta su experiencia en el sector. Igualmente se ha evidenciado que costosas tecnologías pueden desarrollarse mucho más rápido de lo esperado, que otras incipientes cómo la inteligencia artificial marcará el ya presente y el futuro inmediato, y que la investigación aplicada será un pilar básico en el futuro, cómo lo venía siendo hasta ahora.
…parece claro que se abre un abanico de oportunidades para profesionales de la ciencia y jóvenes licenciados.
La industria farmacéutica tiene que jugar un papel decisivo en el desarrollo de nuevos y mejores tratamientos y vacunas para ayudar a controlar la pandemia, y parece claro que se abre un abanico de oportunidades para profesionales de la ciencia y jóvenes licenciados. Ya se están necesitando importantes inversiones, mano de obra y talento para ayudar a vencer la crisis del coronavirus, pero también para empezar a trabajar en el futuro de nuestros fármacos y de los sistemas de salud. Una oportunidad para encontrar salidas profesionales en el sector. Las compañías que sean capaces de innovar de forma rápida y eficiente, que sean capaces de afrontar desafíos y convertirlos en oportunidades únicas y que se rodeen de expertos científicos que hagan posible la transición, son las que marcarán el éxito de futuros proyectos.
No es ya una novedad que la virulencia del SARS-CoV-2, responsable de producir el COVID-19, es muy diferente entre la población, y mientras unas personas son totalmente asintomáticas o experimentan síntomas leves, a otras les cuesta incluso la vida. A los factores ya conocidos como la edad, enfermedades previas, el hábito de fumar o la obesidad, se han unido ahora predisposiciones genéticas o incluso el grupo sanguíneo. En esta última se sugiere que los pacientes de grupo 0 tienen un 35% menos de riesgo de tener cuadros respiratorios, frente al grupo A, que tienen un 45% más de riesgo. En definitiva, un “juego” de la estadística y los números para mirar el riesgo desde diferentes perspectivas, pero que ahonda más en el concepto de que cada enfermedad no es homogénea en la población, aunque en este caso el causante pueda ser común (y esto también sería discutible). Se vuelve a confirmar que existen tantas versiones de la misma enfermedad como personas, ya que cada individuo tiene sus propias características y peculiaridades moleculares, genéticas, proteicas, inmunológicas o del microbioma.
La inteligencia artificial se ha incorporado ya al diagnóstico y a la predicción de numerosas enfermedades. Pocas dudas caben ya acerca de su valor como herramiento de uso cotidiano en cualquier disciplina de la salud
Dicho esto, no cabe duda que buscar patrones comunes puede ser la única manera de ayudarnos a predecir el comportamiento de la enfermedad, y lo más importante, a controlarla. Y es que creo firmemente que, pasado el terrible tsunami, donde desde todos los estamentos ha sido necesario aprender qué era eso del COVID-19 y cómo se trataba, ahora, con la cabeza fría, llega el momento de seguir trabajando. No sabemos si habrá remitido y no volverá o si regresará con fuerza, no sabemos si habrá rebrotes o si el virus ha perdido virulencia, si mutará o si las vacunas que están en marcha podrán controlarlo. Por lo tanto, es necesario trabajar para entender la enfermedad y sobretodo, prevenir desde todos los puntos de vista una lamentable situación como la vivida estos meses atrás.
En estos días hemos conocido como un grupo de investigadores ha desarrollado un algoritmo de predicción de evolución del COVID-19, con una precisión del 70-80%, en base a signos clínicos tempranos y a partir de 53 pacientes chinos fallecidos en el epicentro de la enfermedad. Según estos resultados, niveles moderadamente elevados de la alanina transaminasa (una enzima hepática), valores elevados de hemoglobina y dolor generalizado del cuerpo en los primeros estadíos, son un indicador, junto a la confirmación de infección por el virus, de un pronóstico muy grave de la enfermedad. (https://www.weforum.org/agenda/2020/05/we-designed-an-experimental-ai-tool-to-predict-which-covid-19-patients-are-going-to-get-the-sickest).
Sin duda, nada nuevo a la potencia que ya conocíamos de la inteligencia artificial en sanidad y en su capacidad diagnóstica, pero ahora aplicada a la detección precoz de la evolución del COVID-19.
Un grupo de físicos norteamericanos han empezado a crear partículas víricas sin material genético, con el objetivo de investigar la estructura del coronavirus y entender así su resistencia a las diferentes situaciones ambientales, especialmente a la temperatura y a la humedad. Hemos interiorizado que con la llegada del calor y el buen tiempo la pandemia se reducirá, o incluso terminará, porque los virus no serán viables, pero a día de hoy faltan resultados científicos que corroboren todo esto. No conocemos cómo se transportan los virus en el aire, ni si permanecen en la atmósfera, o si los aires a condicionados en espacios cerrados pueden suponer un reservorio.
Los informáticos estudian cómo los ordenadores pueden ayudarnos a controlar la pandemia a través de la inteligencia artificial. Existen modelos que están ayudando a entender cómo puede extenderse el virus, a predecir por donde se distribuirá, o incluso como puede ser su evolución infectiva en base a las características genéticas y a su capacidad de mutación.
Las matemáticas se afanan en crear modelos y predicciones a partir de los datos disponibles, que nos hagan conocer la evolución de la enfermedad y nos predigan como aplanar la famosa curva. En un estudio recientemente publicado en Lancet, los autores combinaron un modelo de transmisión estocástica con los datos de COVID-19 en Wuhan, origen de la pandemia, con el objetivo de calcular la probabilidad de expansión en diferentes áreas y como se generarían los brotes en otras ciudades del mundo. Igualmente, un grupo de españoles ha publicado recientemente un modelo matemático de expansión del virus en base a las infecciones no detectadas.
En toda esta crisis no podemos olvidar tampoco el concepto de One Health del que se ha oído hablar realmente poco, y eso que una de las hipótesis más plausibles de la pandemia es el salto del pangolín al humano. La veterinaria tiene también mucho que decir en la enfermedad. Aunque a día de hoy únicamente se han reportado dos casos de presencia de coronavirus a nivel mundial en perros, (pero no significa que no pueda haber alguno más), parece que está demostrado que los perros son resistentes al virus, en el estado en que le conocemos. Y digo parece porque son más bien resultados observacionales y de baja prevalencia, que no derivados de estudios científicos concluyentes. En cambio, aunque apenas se han reportado otros dos casos en gatos, parece que los felinos son más propenso a desarrollar la enfermedad, e incluso se ha barajado la posibilidad de que, junto a los hurones, que también replican bien al virus, pudieran servir como modelos animales para el estudio de determinados fármacos. Recientemente se ha informado que un tigre del zoo de Nueva York ha dado positivo al SARS-CoV-2 después de que su cuidador fuera también positivo. Sin embargo, todo esto tiene una importancia mayúscula. Si bien no se ha observado un contagio de animales, no hay datos suficientes al respecto y parece urgente la necesidad de empezar a investigar en detalle. Una transmisión del virus a animales que forman parte de nuestra cadena alimentaria sería dramático.
Por último, y aunque es cierto que en España todos somos expertos en cualquier materia, somos fáciles a la hora de criticar y, como en el fútbol, siempre conocemos mejor que nadie la alineación que debe haber en el campo y vemos rápidamente los errores de los demás, en este caso, y como buen español, voy a permitirme echar de menos en toda ésta crisis a la epidemiología como ciencia predictiva y preventiva, a la medicina de precisión y en cierto modo, a la sociología. Tengo que decir que, aunque estoy cumpliendo a rajatabla, discrepo del confinamiento masivo, prolongado y pernicioso tanto para nuestra salud física y psicológica, como de nuestro sistema inmune, al que estamos sometidos como sociedad y que ya está causando problemas terribles a nuestra economía y al estado de bienestar de todos, sin excepción. Nuestra sociedad tiene herramientas, conocimientos y profesionales suficientes como para hacer un plan de control y “epidemiología de precisión”. Me permitiré usar el símil de los bombardeos de la segunda guerra mundial, indiscriminados, ineficaces, terriblemente dañinos, y si se me permite, hasta inútiles en muchas ocasiones para alcanzar el objetivo que se pretendía. En cambio, la eliminación precisa de los objetivos con misiles teledirigidos siempre resultó mucho más eficaz a la hora de eliminar los objetivos y minimizar daños. Otros países lo han hecho, lo han trabajado, han invertido en prevención y lucha real contra el problema. Indudablemente llegamos tarde, pero hago un reclamo a tomar medidas eficientes basadas en los diagnósticos preventivos, a los confinamientos lógicos y estudiados y a una atención sin reparar en gastos para cada uno de nuestros enfermos. En mi humilde opinión, tenemos un desafío como sociedad que no estamos sabiendo gestionar.
El 14 de Mayo de 1776, el inglés Jenner inyectaba el primer esbozo de vacuna a un niño sano de 8 años, para combatir la temible viruela que asolaba en aquella época a la población europea y americana. Pocos años después, en 1803, el español Balmis se embarcaba en la primera vacunación masiva de la historia alrededor del mundo. El objetivo era vacunar a todos los ciudadanos que habitaban el imperio español de América y Asia frente a la viruela, y terminaron vacunando, incluso, a los pueblos cercanos que se autodeclaraban enemigos del imperio. Desde entonces, la vacunación se ha convertido en una potente herramienta de prevención de enfermedades que ha cambiado la historia de la humanidad.
Hoy nos enfrentamos a una tragedia de consecuencias mundiales. El SARS-CoV-2, popularmente conocido por coronavirus y causante de COVID-19 es posiblemente la mayor pandemia mundial conocida hasta ahora. La pandemia no sólo ha alterado ya nuestro ritmo normal de vida, sino que además ya está teniendo repercusiones mundiales que modificarán el futuro de la humanidad, muchas de ellas inciertas a día de hoy.
Pero centrémonos en lo que me concierne y en el campo que más conozco, que es el científico. En estos últimos días he leído decenas de trabajos y publicaciones con las experiencias de quienes están trabajando en primera línea para atajar el desastre de la enfermedad. Investigadores, epidemiólogos, médicos, matemáticos de todo el mundo están publicando numerosos trabajos para aportar su granito de arena. Yo me he centrado exclusivamente en aquellas publicaciones que llevan un aval científico. Mi objetivo es recoger de forma muy breve todo esto y especular sobre qué tratamientos podríamos plantearnos para combatir el COVID-19. Lamentablemente no he trabajado nunca en el sector de los virus, con lo que mi conocimiento es limitado en este sector, pero sí en vacunas e inmunoterapia durante más de 20 años. Reconozco mis limitaciones en enfermedades infecciosas, en farmacología, en epidemiología y en muchas cosas más, por lo que todo lo que exprese a continuación no es más que una tormenta de ideas que debería ser contrastada con expertos de todas las disciplinas.
Para empezar, me atrevo a decir que ahora mismono necesitamos una vacuna, ya no estamos a tiempo. No necesitamos un método de prevenir el contagio de la enfermedad de inmediato. Esto teníamos que haberlo pensado antes. La crisis del SARS-CoV, hace más de 15 años nos avisó, pero sólo hubo una demanda temporal, ceñida al período de duración del brote. Más aun, el porcentaje de la población afectada fue limitado y se pudo controlar con fármacos. Hoy se sabe que la región infectiva del SARS-CoV-2 tiene un 92,2% de homología con la de SARS-CoV. Muy posiblemente, si en aquel momento se hubiera reaccionado, podríamos disponer de una vacuna y haber realizado vacunaciones masivas, que aunque no fuese eficaz al 100%, podría haber dado resultados y evitado la pandemia. ¿Significa esto que no tenemos que desarrollar una vacuna? Definitivamente es necesario desarrollarla. Ya hay prototipos en marcha que llegarán en poco más de un año. Ahora es el momento de la cabeza fría, no trabajar con la emoción de la situación que ahora vivimos. No es necesaria una vacuna para controlar el COVID-19. Cientos de pequeñas compañías se han lanzado a secuenciar y buscar una región del SARS-CoV-2. Recibo a diario decenas de propuestas y anuncios de empresa que dan soporte científico-técnico que empieza por: Nuestra tecnología ayuda a trabajar contra el COVID-19, o, nuestras plataformas esperaban al COVID-19. Si nos enfocamos en eso, tendremos la misma justificación que ocurrió con el SARS-CoV para no llegar a término con la vacuna. Las vacunas que estén en marcha deben tener en cuenta las regiones infectivas de los coronavirus, y no del SARS-CoV-2 exclusivamente. Hay que buscar regiones comunes de diferentes coronavirus, identificar proteínas claves del virus y fabricar vacunas de más amplio espectro que, gracias a reactividad cruzada, puedan atenuar y controlar brotes futuros de un SARS-CoV-3, 4 ó 5. Igual que tenemos biobancos de numerosos tejidos biológicos, tal vez la OMS y otros organismos mundiales debería plantearse políticas de bancos de vacunas.
No es el momento de las vacunas. Ya llegamos tarde. Es el momento de sentarse a desarrollar vacunas para el coronavirus en general, que puedaN atenuar posibles brotes de nuevas variantes víricas
¿Y qué pasa con el tratamiento? Las enfermedades víricas raramente se tratan con éxito con un único fármaco. La alternativa son los cócteles de varias sustancias que bloqueen la progresión del virus desde diferentes frentes. Brevemente, hoy se conoce que SARS-CoV-2 se une al receptor de la célula humana ACE2 a través de la protuberancia que le da el nombre de coronavirus, donde se sitúa la proteína S. Tras este anclaje, el virus infecta a la célula con su cadena de RNA. Ya tenemos 3 puntos estratégicos: la proteína S del virus, el receptor ACE2 y todo el mecanismo necesario para replicar el RNA del virus, los conocidos retrovirales. Pero además, el virus está formado por una cápside proteica (además de la S, están las proteínas E y M), lo que le convierte en un objetivo estratégico de nuestro sistema inmune para producir frente a él una respuesta humoral a base de anticuerpos, y una respuesta celular a través de los conocidos linfocitos CD4+ y CD8+. El mecanismo inmunológico del virus ya ha sido identificado en un paciente que se ha curado de COVID-19. Por lo tanto, imitemos lo que ha hecho nuestro sistema inmune. A los 3 puntos estratégicos anteriores se nos une ahora el buscar anticuerpos de pacientes que hayan superado la enfermedad, y ser capaces de estimular la respuesta celular, bien con adyuvantes o bien con mediadores, como los interferones.
El tratamiento de las enfermedades víricas raramente se controla con un único fármaco. Por ello, conocer el funcionamiento del virus y de la enfermedad proporciona las pistas necesarias para entender por dónde se puede abordar su eliminación
Se nos abre un abanico de posibilidades donde los pacientes agudos podrían ser tratados mediante inmunización pasiva, a base de transfusiones que contengan anticuerpos neutralizantes de individuos que hayan superado la enfermedad. Más aún, estas transfusiones pueden activarse con particular víricas o proteínas S recombinantes del virus que activen más aun la inmunización pasiva in vitro, de manera que el paciente que recibe la transfusión empiece a neutralizar el virus. Esto añadido a medidas combinadas de choque con retrovirales, bloqueantes o inhibidores del ACE2 que reduzcan el punto de unión del virus, y administrando estimulantes de la respuesta celular, como interferón, o incluso adyuvantes pueden ser una solución. Desde el punto de vista de seguridad del paciente es necesario estudiar si todo esto constituye “una bomba”, pero el tiempo apremia. Los modelos animales de COVID-19 no están perfeccionados aún al 100% por lo que los resultados que se obtengan de animales puede que no sean totalmente extrapolables al humano.
¿Es posible trabajar con todos los niveles de defensa a la vez? Aquí nos enfrentamos a otro problema mayor. Algunos de estos fármacos podrían no estar aprobados por las agencias reguladoras, pero más aún, no han demostrado eficacia clínica para la enfermedad. Sin embargo, nos enfrentamos a una pandemia sin procedentes y el uso compasivo para enfermos que pueden ser terminales parece una necesidad. Es necesario actuar rápido pero siempre bajo el paraguas de la responsabilidad y de proteger a todos los pacientes. Aquí no me cabe la mínima duda de que, desde su responsabilidad, todos están haciendo lo que está en sus manos.
Más que nunca se necesita un equipo que coordine la enfermedad, con visión estratégica, científica y conocimiento de a dónde queremos llegar. Es el momento de juntar diferentes disciplinas y pensar como una supermind que nos haga ver todos los puntos de vista. Es el momento de olvidarnos de intereses particulares. La vida de miles de personas está en riesgo. Hemos llegado tarde a salvar la de miles, no esperemos más. Y cada uno de esos, podemos ser nosotros…